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El Ayuno en la Biblia

27 de enero de 2020

La Cuaresma, bien lo sabemos, es un camino de penitencia y purificación hacia la Pascua. Siempre con luz en el horizonte. Pero no cabe duda de que, desde los antiguos profetas hasta el Bautista, y lo mismo Jesús y sus apóstoles, todos practicaron y recomendaron el ayuno como camino de conversión y purificación, o de ofrenda a Dios sin más, el caso de Jesús. El daba por descontado que los judíos de su tiempo practicaban el ayuno, al decirles que, cuando lo hicieran, no se pusieran caritristes como los fariseos, sino que se acicalaran y perfumaran (Mt. 5,17). Cierto que sus discípulos ayunaban menos que los de Juan Bautista (Lc. 5,32), porque lo que más le iba a Jesús no era tanto la materialidad de comer poco, cuanto otras renuncias más profundas y valiosas a las que se referían también los profetas: ” Sabéis qué ayuno quiero yo? Romper las ataduras de la iniquidad etc…” (Is. 58, 6-14).

Ayunar, para los israelitas, era un modo de prepararse a los acontecimientos santos, o de propiciarse el favor de Dios, cuando el creyente humilde o el pueblo como tal se sentían, por sus pecados, indignos de Él. El caso más señalado es el de Nínive, ciudad prevaricadora, cuyos habitantes, al conjuro del profeta Jonás, desde el rey hasta los animales, practicaron un ayuno integral arrepintiéndose de sus pecados, logrando así que Dios también se arrepintiera de su propósito de exterminarlos (Cf. Jon. 3).

Sin meternos en demasiadas honduras, puede decirse que el ayuno bíblico, sobre todo en el Antiguo Testamento, no revestía el carácter de práctica ordinaria para educar la voluntad y santificarse diariamente. Sí, en cambio, en la Historia de la Iglesia, donde los monjes y las órdenes mendicantes lo practicaban como mortificación de los sentidos y reparación por los pecados propios y ajenos, como imitación y comunión con la pasión redentora de Jesucristo. En esta clave están pensadas todas las prácticas penitenciales, incluidos los cilicios y disciplinas establecidos en las Reglas tradicionales de las Órdenes religiosas.

El recuerdo de algunos excesos y, de las procesiones de disciplinantes, en la Edad Media, junto con algunas corrientes de la sicología y de la antropología modernas, han reducido notablemente también en la Iglesia este tipo de penitencias corporales, sin que eso signifique que han perdido totalmente su sentido, ni un menosprecio hacia los que todavía las practican. Siguen conmoviéndonos y edificándonos los que peregrinan a Santiago, a Guadalupe o a otros santuarios, ya sea con los pies descalzos, ya hinchados y sangrantes bajo las sandalias, tras recorridos extenuantes. Valga lo mismo para los anónimos penitentes encapuchados que forman filas silenciosas, con una cruz a cuestas, en las procesiones de Semana Santa, tras de los Cristos y las Dolorosas.

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